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Día de la lectura en voz alta

Homenaje al padre que leía a su hijo ciego

Cada primer miércoles de febrero, desde 2010, se celebra el Día mundial de la lectura en voz alta, por sus numerosos beneficios y por su función histórica; de justicia es celebrarlo.

Quiero dar gracias a quienes leen en voz alta para las personas ciegas creando audiolibros en formato Daisy, como uno de los servicios que nos presta la ONCE haciéndolos accesibles al poder navegar por ellos y dejar marcas, a modo de subrayados. Pero más aún, gracias a las personas que me leen los carteles cuando asisto a una exposición o cuando, paseando por las calles, me cuentan lo que puede leerse aquí y allá. Gracias eternas a mi padre que, venciendo al sueño y a la ignorancia de hombre trabajador de campo, me leía los manuales de Historia cuando me estaba quedando ciego.  Seguro que, para ti, que me lees, acaso en voz alta, también resultará motivo de celebración: recuerdas cuando te leía cuentos tu abuela, o cuando te has emocionado al escuchar la lectura de una historia fascinante. Sí, eso es, ¡¡feliz Día de la lectura en voz alta!! 

Por todo ello, imagino: la heredera Carlota es la última de una estirpe de mujeres que leen en voz alta. Ya es anciana y no ha tenido hijas. Su vista está muy cansada, después de tantos y tantos libros, cuentos y poemas que ha leído a lo largo de su vida. Su madre le enseñó el oficio y la hizo sentirse orgullosa de lo que era, aunque en el siglo XXI su función cada vez sea menos valorada en una sociedad tecnológica y alfabetizada. Su madre, Elena, le hablaba, con brillo en los ojos y emoción en la voz, de sus antepasadas, todas mujeres lectoras. En la memoria se perdía dónde empezó todo. Acaso fuera en alguno de los palacios venecianos o en un harén de Estambul, imitando a Sherezade. 

Luego hubo una que leyó en las fábricas de tabaco de La Habana, donde se liaban los cigarros que, luego, llevarían el nombre de Montecristo por el famoso personaje de Jules Verne. Le habló de otra lectora que ejerció al servicio de una duquesa en la corte imperial de Viena. También las hubo que leyeron para niños en orfanatos y para ancianos en asilos. Hasta hubo una que enseñó a las geishas japonesas el valor de la lectura para cautivar a sus clientes al tiempo que les servían el té. De todo eso le hablaba Elena a Carlota durante los momentos en que renegaba de su destino. A la muchacha le habría gustado dedicarse a otra cosa, pero los años se empeñaron en no dejarla abdicar. Y, pese a todo, aprendió a amar las historias. Sus deseos de rechazo fueron cediendo al comprobar que lo que hacía generaba momentos felices. 

Fue cuando acompañó a su madre a leer a una residencia de personas mayores. Cómo se emocionaron los que la escuchaban viajar con la palabra. Vio lágrimas de emoción y gestos entregados. Aprendió entonces a poner el alma en la voz, a modular el tono, a transformarse cuando abría el libro que tocara. Carlota ahora ya casi no puede leer, pero sí recordar. Recuerda los libros leídos para aquel señor ciego y para aquellas mellizas a las que entretenía mientras la madre trabajaba en el turno de noche como enfermera y a otros muchos clientes. No todo ha sido bueno, claro. Ha habido quien la ha despedido con desprecio, o quien la ha hecho sentirse fracasada. Toda una vida dedicada a leer en voz alta, unas veces, dramatizando, otras siendo neutra interlocutora entre el papel y el oyente. Ha leído en estudios de radio, en casas particulares, en colegios… Carlota no sabría con qué historia quedarse ahora que va a ser ella quien escuche. Su madre falleció con un libro en las manos, ella… quién sabe. Eso sí, sabe que no lo hará sola pues la van a acompañar los personajes de tantos y tantos libros a los que ella ha dado vida, gracias a su voz. 

Alberto Gil
Historiador, técnico braille, experto escuchante 

 

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