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El viajero que toca las columnas

El sol cae oblicuo sobre Lisboa y la piedra dorada del Monasterio de los Jerónimos resplandece como si aún guardara el eco de las carabelas que partieron hacia lo desconocido. Estoy aquí, quieto, con la mano sobre una de sus columnas labradas. La toco con reverencia, casi como si temiera despertarla. Mis dedos recorren las filigranas talladas hace siglos.
Siento las curvas, los nudos, las hojas de piedra enredadas entre sí como si escondieran un secreto. Mi piel reconoce algo que mi mente no alcanza. Es una emoción primitiva, inexplicable. La columna es recia como la historia que sostiene este lugar. Resiste, ha resistido todo: el tiempo, la guerra, el olvido. Yo apenas soy un soplo frente a ella, y sin embargo, me recibe.
Me dejo llevar por la forma, por la textura que parece hablarme. La piedra me entiende. No responde con palabras, pero hay una fuerza que se transmite, un coraje ancestral que entra por mi mano y se aloja en mi alma. Me siento valiente. Me siento parte de algo más grande. Y en ese roce, en esa comunión silenciosa, creo ver el amor. No en una figura, ni en una historia concreta, sino en la persistencia misma de lo hermoso.
Aquí, entre piedra y cielo, yo también soy.
Escritor y viajero
Experto braillista